Mi gran pasión para la arqueología resale a los años de mi adolescencia, estudié algo en la Universidad de Roma, pero nunca terminé, con mi gran remordimiento, la carrera. En el 1973 encontré un libro que signó un antes y después en mi vida de adolescente (tenía 17 años) llevandome siempre más a investigar sobre los temas ocultos y la vida en el más de allá.
El libro versión castellana
El libro se titula Egitto Segreto de Paul Brunton (en castellano Egipto secreto)y he conseguido encontrar el resumen de uno de los capítulos que más me impactaron: Una noche en la Gran Pirámide. Os dejo con lo que he encontrado en la web:
Paul Brunton (1898-1981). Nacido en Londres, su sensibilidad hacía la mística y lo oculto pronto lo llevó Oriente, primero a la India y después a Egipto, y luego a todo el mundo. Abandonó la carrera periodística para vivir entre yoguis, místicos y hombres santos, dedicándose al estudió de las enseñanzas esotéricas de Oriente y Occidente.
Paul Brunton en Egipto
Viajero incansable, experto en técnicas de yoga y misticismo oriental, fue uno de los pocos occidentales en ser autorizado a pasar una noche en el interior de la Gran Pirámide. Pronto se arrepentiría de ello. Aunque ya había sido advertido por los lugareños de que aquel monumento estaba plagado de espectros y genios, una vez dentro, decidió, “sintonizar” con la energía de aquel lugar. El resultado no se hizo esperar. Totalmente a oscuras, percibió cómo un grupo de formas grises y vaporosas comenzaban a rodearle:
“Rodeó me un tropel de monstruosos entes elementales -cuenta-, de malignos espantos del averno, de figuras de aspecto grotesco, insano, extraño y diabólico, que me provocaron una repulsión inconcebible. Viví unos instantes que no olvidaré jamás. Aquella escena increíble ha quedado vivamente fotografiada en mi memoria. Ese experimento no lo repetiré jamás; nunca volveré a alojarme de noche en la gran pirámide.”
Pero la experiencia no había hecho sino empezar. Tan fácilmente como habían aparecido, aquellos seres desaparecieron en la oscuridad. Transcurrió un cierto tiempo, y dos altas figuras de mirada amistosa aparecieron en la sala. Vestían sendas túnicas blancas. Y les rodeaba un halo luminoso. Por sus insignias, el escritor los identificó rápidamente como sacerdotes de un antiguo culto egipcio. Permanecieron inmóviles, como estatuas, con las manos cruzadas sobre el pecho, contemplándole en silencio. Finalmente, uno de los dos acercó su rostro al de Paul y le preguntó:
-¿Por qué viniste a este sitio, a tratar de evocar las potencias secretas? ¿No te bastan las sendas de los mortales?
-No, no me bastan! – Respondió el escritor-
-La agitación de las muchedumbres en las ciudades reconforta el corazón tembloroso del hombre -dijo él-. Vete; vuelve a reunirte con tus semejantes y pronto olvidarás el frívolo antojo que te trajo hasta aquí.
Pero Paul volvió a responder:
-¡No, no puede ser!
El espíritu hizo un nuevo esfuerzo.
-La senda del ensueño te alejará de los lindes de la razón. Algunos lo siguieron, y regresaron locos. Vuélvete ahora, que aún estás a tiempo, y sigue el camino asignado a los pies de los mortales.
-Debo seguir esta senda. Ahora ya no hay ninguna otra para mi.
El sacerdote dió entonces un paso adelante v volvió a inclinarse sobre él. Vi su anciano rostro destacado en las tinieblas.
-Aquel que entra en contacto con nosotros -murmuró en su oído-, pierde su vínculo con el mundo. ¿Puedes andar solo?
-No sé -Respondió Paul-
Ante tal respuesta, el sacerdote desapareció. El otro ser, de rostro viejísimo, se aproximó al cofre de mármol y le explicó serenamente:
Hijo mio, los poderosos amos de las potencias secretas te han tomado en sus manos. Esta noche serás conducido a la sala del saber. Tiéndete sobre esa piedra! Antiguamente habrías tenido que hacerlo allí, sobre un lecho de cañas de papiro.
Paul se acostó de espaldas sobre la losa.
“Lo que sucedió inmediatamente después –escribe Paul-, todavía no lo veo muy claro. Fué como si inesperadamente me hubiesen dado una dosis de algún anestésico especial, de acción lenta, porque todos mis músculos se pusieron tensos, y en seguida comenzó a invadirme los miembros un letargo paralizante. Todo el cuerpo quedó rígido entumecido. Comencé primeramente a sentir los pies fríos, cada vez más fríos; luego la frialdad fué subiendo, gradualmente, imperceptiblemente; llegó hasta las rodillas y prosiguió su avance. Era como si, al escalar una montaña, me hubiese hundido hasta la cintura en un montón de nieve. Mis miembros inferiores quedaron completamente baldados.
Pasé luego a un estado de semi somnolencia, y en mi mente se insinuó el misterioso presentimiento de que mi muerte estaba próxima. No me perturbó, sin embargo; hacía mucho tiempo que yo me había librado del viejo miedo a la muerte, y aceptaba filosóficamente su inevitabilidad.
Mientras la extraña sensación de frigidez seguía apoderándose de mí, subiéndome por la temblorosa columna vertebral y dominándome todo el cuerpo, yo sentí que mi conciencia se iba hundiendo hacia adentro, hacia un punto central de mi cerebro; mi respiración, entretanto, se debilitaba cada vez más.
Cuando el frío me llegó al pecho y me paralizó completamente el resto del cuerpo, sobrevino algo parecido a un ataque cardíaco; pero pasó pronto, y comprendí que la crisis suprema no tardaría mucho en llegar.
Si hubiese podido mover mis rígidas mandíbulas, habría celebrado con una carcajada el pensamiento que me asaltó en ese instante. Mañana, pensé, hallarán mi cadáver dentro de la gran pirámide, y todo habrá terminado para mi.
Yo estaba seguro de que mis sensaciones se debían al tránsito de mi espíritu de la vida física a las regiones de ultratumba.
Aunque yo sabía perfectamente que estaba pasando por las sensaciones del fallecimiento, ya no oponía ni la más mínima resistencia.
Por último, mi conciencia reconcentrada quedó confinada en la cabeza, y en mi cerebro hubo un furioso remolino final. Tuve la sensación de que un tifón tropical me lanzaba hacia arriba por un estrecho agujero; experimenté luego el temor momentáneo de ser arrojado al espacio infinito; di un salto hacia lo desconocido, y… ¡quedé libre!
Al principio me encontré tendido de espaldas, en la misma posición horizontal que el cuerpo que acababa de desocupar, flotando por encima de la losa de piedra. Tuve luego la sensación de que una mano invisible, después de empujarme un poco hacia adelante, me hacía girar longitudinalmente hasta dejarme en pie sobre mis talones. Al final experimenté la curiosa sensación de estar al mismo tiempo de pie y flotando.
Miré el abandonado cuerpo de carne y huesos que yacía postrado e inmóvil sobre la laja. El rostro inexpresivo estaba vuelto hacía arriba, con los ojos apenas entreabiertos; pero el brillo de las pupilas era suficiente para indicar que los párpados no estaban realmente cerrados. Los brazos estaban cruzados sobre el pecho, postura que yo no recordaba haber adoptado. ¿Alguien los había cruzado sin que yo me diera cuenta del movimiento? Las piernas y los pies, estirados y juntos, se tocaban. Aquél era mi cuerpo, aparentemente muerto, del cual yo me había retirado.
Advertí entonces que yo, el nuevo yo, despedía un hilo de suave luz plateada, que se proyectaba sobre el cataléptico ser de la laja. Me sorprendió descubrirlo, pero mayor fué mi sorpresa cuando noté que el misterioso cordón umbilical psíquico contribuía a iluminar el rincón donde yo me hallaba; sobre las paredes de piedra había una suave claridad semejante a la luz de la luna.
Yo no era más que un fantasma, un ente sin cuerpo alojado en el espacio. Comprendí, por fin, por qué los sabios egipcios de la antigüedad representaban en los jeroglíficos el alma humana con la figura simbólica de un pájaro. Yo había experimentado la sensación de que aumentaban mi estatura y mi volumen, de que me desplegaba, como si tuviese un par de alas. ¿Y no me había elevado en el aire, donde quedé flotando sobre mi cuerpo desechado, lo mismo que un pájaro que alza el vuelo y se queda planeando en círculo alrededor de un punto? ¿No tuve la impresión de que me había envuelto un gran vacío? Sí, el símbolo del pájaro era acertado.
Sí; yo me había elevado en el espacio, desprendiendo mi alma de su envoltura mortal, dividiéndome en dos partes gemelas, abandonando el mundo que conocí tanto tiempo. En el cuerpo duplicado que ahora habitaba, tenía la impresión de ser etéreo, de una liviandad extrema. Mirando la fría losa donde yacía mi cuerpo, surgió en mi mente una idea singular; fué una comprensión singular que me dominó y tomó forma en las siguientes palabras silenciosas:
«Éste es el estado de la muerte. Ahora sé que soy un alma, que puedo existir separado de mi cuerpo. Siempre lo creeré, porque lo he comprobado.»
Esta noción se aferró a mí tenazmente, mientras yo permanecía suspendido en el aire por encima de mi desocupada residencia carnal. Yo había comprobado la supervivencia en una forma que me pareció más satisfactoria: ¡mediante la experiencia de morir y sobrevivir! Continué observando los yacentes restos que había abandonado. En cierto modo, me fascinaban. ¿Era aquello, ese cuerpo desechado, lo que yo había considerado durante tantos años que era yo? En ese momento veía con toda claridad que era solamente una masa de substancia carnosa, desprovista de inteligencia y de conciencia. Contemplando los ojos sin vista, insensibles, percibí en toda su fuerza la ironía de la situación. Mi cuerpo terrenal me había aprisionado, había retenido mi verdadero yo pero ahora estaba libre. Yo había sido llevado de un lado para otro sobre la superficie del planeta por un organismo al que había confundido con mi verdadero ser central.
La fuerza de gravedad había desaparecido; yo flotaba literalmente en el aire, con la extraña sensación de estar medio suspendido y medio de pie.
De pronto apareció a mi lado el anciano sacerdote, grave e imperturbable. Alzó los ojos al cielo, mostrando su rostro noble, y con gesto reverente elevó esta oración:
– ¡Oh, Amón! ¡Oh, Amón que estás en el cielo, vuelve tu rostro hacia el cuerpo muerto de tu hijo, y favorécelo en el mundo espiritual! –terminó-.
Luego se volvió a mí y me dijo:
-Ahora aprendiste la gran lección. El hombre, cuya alma nació de lo imperecedero, no puede morir. Redacta esta verdad con las palabras que los hombres entienden. ¡Mira!
Saliendo del espacio, vi llegar primero el rostro semi olvidado de una mujer a cuyo sepelio asistí más de veinte años atrás; luego el semblante familiar de un hombre que había sido para mí más que un amigo y a quien vi por última vez, hacía doce años, reposando en su ataúd; y finalmente la dulce figura sonriente de una criatura conocida que había muerto de una caída accidental.
Los tres me miraron con expresión serena, y sus voces amigas volvieron a resonar una vez más junto a mí. Mantuve la más breve de las conversaciones con los llamados muertos, que no tardaron en desvanecerse y desaparecer.
-También ellos viven, como vives tú, como vive esta pirámide, que vió morir medio mundo y sigue viviendo -dijo el sumo sacerdote. Has de saber, hijo mío, que en este antiguo santuario se encuentra la perdida historia de las primeras razas de la humanidad y de la alianza que hicieron con el creador por medio del primero de sus grandes profetas. Te diré también que antiguamente eran traídos a este lugar hombres escogidos para mostrarles la alianza mediante la cual podían tornar al seno de sus semejantes manteniendo vivo el gran secreto. Llévate contigo esta advertencia: cuando los hombres reniegan de su creador y miran con odio a sus semejantes, como los príncipes de Atlántida, en cuya época fué construida esta pirámide, son destruidos por el peso de su propia iniquidad, como fué destruido el pueblo de Atlántida.
«No fué el creador el que hundió a Atlántida, sino el egoísmo, la crueldad, la ceguera espiritual del pueblo que habitaba en esas islas condenadas. El creador ama a todos; pero la vida de los hombres está gobernada por leyes invisibles que él les impuso. Llévate, pues, esta advertencia contigo.»
Agitóse en mi interior un gran deseo de ver esa misteriosa alianza; el espíritu debió de leer mi pensamiento, porque se apresuró a decir:
-Todas las cosas a su debido tiempo. Todavía, no, hijo mío, todavía no.
Me sentí desilusionado.
El sacerdote me miró durante unos instantes.
-A ningún hombre de tu pueblo se le ha permitido hasta ahora que lo viera. Pero como tú eres un hombre versado en estas cosas, y has venido aquí trayendo comprensión y buena voluntad en tu corazón, es justo que recibas alguna satisfacción. ¡Ven conmigo! Sucedió entonces algo extraño. Caí, al parecer, en una especie de semicoma, mi conciencia se borró momentáneamente, y cuando la recuperé advertí que había sido transportado a otro lugar. Estaba en un largo pasaje suavemente iluminado, aunque no se veían ni lámparas ni ventanas; supuse que la fuente luminosa debía de ser el halo que emanaba de mi compañero, combinado con la irradiación del cordón luminoso de éter vibrante que se extendía detrás de mí. Pero comprendí que esos focos no explicaban suficientemente la luz. Las paredes estaban construidas con piedras refulgentes, de color terracota rosada, unidas con las junturas más delicadas. El piso, en cuesta descendente, tenía exactamente la misma inclinación que el pasaje de entrada a la pirámide. La mampostería estaba bien terminada. El pasaje era rectangular y bastante bajo, pero sin llegar a ser incómodo. No pude descubrir el origen de la misteriosa iluminación, aunque todo el interior relucía como si recibiera la luz de una lámpara.
El gran sacerdote me indicó que lo siguiera.
-No mires hacia atrás -me dijo-, ni vuelvas la cabeza.
Caminamos un breve trecho cuesta abajo, hasta que llegamos al final del pasaje, donde se abría la entrada de una gran cámara que tenía el aspecto de un templo. Yo sabía perfectamente que estaba dentro o debajo de la pirámide, pero nunca había visto ni aquel pasaje ni aquella cámara. Eran, evidentemente, secretos, y no habían podido ser descubiertos hasta entonces.
No pude menos de sentirme enormemente excitado por aquel impresionante hallazgo; se apoderó de mí la tremenda curiosidad de averiguar dónde estaba la entrada. Finalmente se me hizo imperioso volver la cabeza y echar un rápido vistazo hacia atrás con la esperanza de ver la puerta secreta. Yo no había visto por dónde había entrado en aquel sitio, pero en el extremo opuesto del pasaje, donde debía haber una abertura, no vi más que bloques rectangulares aparentemente cementados entre sí. Estaba mirando una pared. Y entonces me arrebató velozmente una fuerza irresistible, toda la escena se borró y me encontré flotando de nuevo en el espacio. Oí las palabras: «Todavía no, todavía no», como repetidas por un eco, y pocos minutos más tarde divisé mi cuerpo inconsciente tendido sobre la piedra. La voz del gran sacerdote me llegó en un murmullo.
-Hijo mío -decía-; no tiene importancia que descubras o no la puerta.
Dedícate a buscar en tu mente el pasaje secreto que te conducirá a la cámara escondida dentro de tu propia alma, y habrás encontrado algo realmente valioso. El misterio de la gran pirámide es el misterio de tu propia alma. Las cámaras secretas y los antiguos archivos de la historia están todos contenidos en tu propia naturaleza. Lo que enseña la pirámide es que el hombre debe volverse hacia su propio interior, debe aventurarse a penetrar en el centro desconocido de su ser para buscar su alma, como debe aventurarse a penetrar en las simas desconocidas de este templo a buscar su más profundo secreto. ¡Adiós!
Apoderóse de mi mente un torbellino en el que giré con rapidez; arrebatado por una fuerza que me atraía, me fui deslizando irremediablemente hacia abajo, siempre hacia abajo. Presa de un pesado letargo, me pareció que volvía a fundirme dentro de mi cuerpo físico. Con un esfuerzo de voluntad, traté de mover los rígidos músculos, pero no pude y finalmente me desmayé…
Abrí los ojos sobresaltado; espesas tinieblas me rodeaban. Cuando pasó el entumecimiento, me apoderé de la linterna y encendí la luz. Estaba de nuevo en la cámara del rey; todavía me duraba la excitación, y era tanta y tan intensa que salté de la piedra gritando. El eco devolvió mi voz con acentos apagados; pero yo, en lugar de sentir el piso debajo de mis pies, me encontré cayendo en el espacio. Me pude salvar únicamente porque lancé ambas manos sobre la laja, y me quedé colgando de su borde. Comprendí entonces lo que había pasado. Al levantarme me había corrido involuntariamente hacia el otro extremo de la losa; mis piernas se columpiaban dentro del agujero excavado en el rincón noroeste del piso.
Me alcé hasta pisar de nuevo terreno firme, cogí la linterna y alumbré la esfera de mi reloj. El cristal se había quebrado en dos sitios al golpear mi mano contra la pared, cuando salí de un salto del agujero; pero la maquinaria seguía con su alegre tictac. Y entonces, cuando vi la hora que era, estuve a punto de lanzar una carcajada, pese a la solemnidad del lugar.
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